Nunca más supe qué fue de aquella mujer.
Yo estuve allí. Yo que no suelo estar en
ninguna parte. Le vi intentar salir del amasijo de escombros que quedó tras el
bombardeo. No pude hacer más que contemplar la triste agonía de la muerte en
sus ojos y cumplir lo prometido.
La encontré una gris mañana de invierno
del 39 y en su regazo un muchacho de tres años. Leyó la carta pausadamente,
después, la hizo ceniza. Regresé de inmediato a mi lugar de origen.
Siempre
recordaré como en aquellas llamas ardía su alma, el rencor de sus ojos al
despedirme.
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